miércoles, 21 de septiembre de 2016

De higos y brevas


   Los árboles frutales dan una cosecha anual, excepto la higuera que proporciona frutos dos veces al año,  brevas en junio e higos en septiembre (las fechas pueden variar algo, dependiendo de cada zona).  
   Este hecho tan singular, que pasa con la higuera, no ocurre por casualidad, es debido a la voluntad divina; aunque el auténtico culpable, de que esto sea así, fue de San Pedro.
  Cuentan que a este apóstol le gustaba mucho el vino y, aunque solía beberlo  con moderación, en cierta ocasión, tras una larga caminata, se encontraba cansado y con mucha sed. Vio una higuera al lado del camino,  se sentó a descansar  a la sombra del árbol, sacó la bota de vino (1),  bebió más de lo que aconseja la prudencia, y se puso muy contento.
Higuera con higos

   Tan alegre estaba, que  comenzó a cantar una canción popular (2)    
  Jesús, que estaba por allí, cuando oyó cantar a su discípulo, se acercó 
   - Te veo muy alegre, Pedro ¿por qué estás tan contento?
   San Pedro, al ver que Jesús le había pillado en aquel estado de euforia, quedó muy cortado, no sabía cómo salir del paso, y respondió así:
   - Es que he comido unos frutos exquisitos, me han sentado muy bien, y por eso estoy tan alegre.
-  ¿Qué frutos son esos que te ponen tan contento?, siguió preguntando Jesús.
    El apóstol consideró  que si respondía que era vino lo que había bebido, a Jesucristo quizá esto no le gustase y suprimiría la vid; por ello, pensó en un fruto que a él, particularmente, le gustaba poco y contestó:
-  Son los higos quienes  me ponen tan contento, Maestro.
  Al oír esto, Jesús dijo:
-  ¡Bendito sea ese fruto que te pone tan alegre! De  ahora en adelante, la higuera dará higos dos veces al año.         
     San Pedro, cuando vio lo que había pasado, se enfadó mucho y se tiró de los pelos. Con lo bueno que estaba el vino, si no hubiera mentido a Jesucristo, sería la vid, y no la higuera, quien nos estuviese proporcionado dos cosechas al año. Se tiró con tanta rabia del cabello, que se lo arrancó todo -cuentan que por eso era calvo-.          

Nota aclaratoria:  En realidad existen diversas variedades de higuera  y las comunes proporcionan sólo  una cosecha al año, como el resto de los árboles frutales. Es una determinada variedad, la Breval, la que da frutos en dos épocas del año: brevas, en junio-julio, e higos en septiembre-octubre (Nuestros mayores decían: “Las brevas por San Juán y los higos por San Miguel”), esto ocurre porque aquellos higos que no llegan a madurar en otoño, quedan como aletargados en las ramas del árbol durante el invierno, madurando en la siguiente primavera, en forma de brevas.  


  Evidentemente, fue una higuera breval la que daba sombra, a San Pedro,  aquel día



(1), (2)  He estado intentando averiguar si ya había botas de vino en aquellos tiempos, cuando Jesús andaba por el mundo, así como la letra de la canción que cantó San Pedro aquel día; pero,tras haber leído todos los libros del Viejo y Nuevo  Testamento, tanto del Canon Bíblico como apócrifos, la verdad es que no he podido resolver dichas dudas

domingo, 11 de septiembre de 2016

Las otras virtudes del dinero
       

  Decía Voltaire que, en cuestiones de dinero, todos somos de la misma religión, y no le faltaba razón. El dinero, queramos o no, es necesario para todo, en todos los sitios, actividades y circunstancias. Aunque se dice que el dinero no da la felicidad, la verdad es que los que mantienen una buena cuenta bancaria tienen más posibilidades de ser felices, que aquellos que no la tienen…para qué nos vamos a engañar  (si alguien no está de acuerdo con esto, y es más feliz sin dinero, que me dé el suyo, decía un listo).
   Además del valor mercantil, el dinero tiene otras virtudes. Siempre se ha dicho que un hombre feo,  si es pobre, es un feo sin más; en cambio, si es rico, ya no es tan feo  a los ojos de los demás. Luego, una de las virtudes del dinero es que puede mejorar  el aspecto de las personas (y no me refiero, precisamente, a intervenciones de cirugía estética).  Esto lo aprendí hace mucho tiempo y no fue en el colegio, ni en la universidad.  La lección la recibí en la calle, en un pueblo de nuestra comarca. 
   Hasta hace unos cuarenta años, prácticamente,  el 100 % de los matrimonios eran religiosos, apenas había matrimonios civiles, y las bodas se celebraban en la iglesia, como Dios manda.
   En los casorios,  como era costumbre en los pueblos,  el ritual comenzaba cuando el novio, con la madrina y sus invitados, se acercaban  a la casa de la novia donde recogían a ésta y al padrino;  partiendo, desde allí, el cortejo nupcial al completo: novios, padrinos e  invitados de ambas partes hacia la iglesia para celebrar el enlace matrimonial, propiamente dicho. 
  Un día,  se casaba una novia joven y guapa, con un novio bastante mayor que ella que, además, era poco agraciado. Ella tendría veinticinco años, y él rondaba los treinta y cinco  (antes, la gente se casaba mucho antes que ahora de modo que, cuando llegabas a los treinta , generalmente, ya tenías uno o dos hijos; en cambio, si llegabas a esa edad, y aún no estabas casado/a, eras considerado un solterón / a.  Actualmente, a los 30, casi todos afirman ser aún demasiado jóvenes para dar ese paso).
   La novia  era nativa del lugar y, en cambio, él  era de otro pueblo. Imagino que, como forastero que era, para cumplir la tradición, en su día habría pagado  la cuartilla de vino correspondiente, a los mozos del pueblo -un antiguo rito tribal- , requisito “imprescindible”, en aquellos tiempos, para poder ennoviarse con una moza de otro lugar.
   Las bodas, en los lugares pequeños, eran (y son)  todo un acontecimiento  que rompe  la rutina diaria, en la que se implica todo el mundo, unos como asistentes a la celebración y los demás como espectadores.
   En todo el pueblo se oía el estruendo de los cohetes que, desde primeras horas de la mañana, había empezado a tirar la familia de los novios, ya que se trataba de una boda de postín, y las comadres, con gran curiosidad, desde hacía mucho rato, se habían echado a la calle para ver pasar la comitiva, que ya se acercaba.
   Primero iba el tamborilero,  tocando un alegre pasacalles, después la novia con el padrino; a continuación el novio con la madrina,  y detrás los invitados, muy numerosos en esta ocasión; todos  muy elegantes, como correspondía al acontecimiento. 
  - ¡Que guapa va la novia!, dijo una de las espectadoras, a la de al lado.
  -  Si, contestó esta. Vale mucho más que él. Es más joven, y mucho más guapa. Todavía no sé cómo se habrá fijado en ese hombre.  La verdad es que sólo lo he visto una vez y me pareció  bastante feo. Además, es mucho más viejo que ella.
  - Sí, contestó la primera, pero tiene mucho dinero. ¿No lo sabías?  Me lo ha dicho mi prima, la Teodosia,  que está casada en el pueblo del novio.  Tiene un “capitalazo”, ha heredado de sus padres y también de dos tías solteronas. Tiene un montón de “praos” (aún no había llegado la concentración parcelaria por estos lares), tierras de “pan llevar”, varias huertas,  mucho ganado, una buena casa, y, por si fuera poco,  también es dueño de un comercio que le va muy bien.
  En aquel preciso momento pasaba ante ellas el novio, del brazo de la madrina, y entonces la “evaluadora de novios feos” comentó a la otra:
 - ¿Sabes una cosa? Ahora que lo veo bien, no me parece tan feo a como le recordaba.