miércoles, 7 de diciembre de 2016

Historias del otoño

  
   La entrada de España en la UE trajo consigo importantes cambios en el medio rural, pues obligó a realizar una importante reestructuración en las explotaciones agrarias, tanto agrícolas, como ganaderas. Uno de los cambios que originó la nueva normativa europea fue el que obligaba a ubicar las explotaciones ganaderas fuera del casco urbano. Desde entonces, el ganado permanece siempre en el campo, en fincas y valles, mientras que en el pueblo sólo viven las personas.  
  Anteriormente, animales de 2 y 4 patas convivíamos en los pueblos en estrecha hermandad. Por  las mañanas, el ganado bovino, caprino y lanar era llevado al campo a pastar y permanecía allí  hasta la tarde; entonces, volvía al pueblo donde era  devuelto a los corrales para pasar la noche.
   Los cerdos, en cambio, eran animales exclusivamente urbanos pues no salían al campo, vivían en los pueblos, en cuadras, donde eran cebados hasta que les llegaba su “San Martín”.
  Una familia de tipo medio, generalmente, adquiría los lechones a comienzos de primavera: uno, dos, tres… dependiendo del número de personas que la componían, para cebarlos hasta diciembre o enero, los meses matanceros por excelencia.
  La carne del cochino ha sido, y sigue siendo, uno de los pilares básicos de nuestra dieta;  por ello, había que alimentar y mimar bien a estos animales para poder tener durante todo el año  jamones, lomos, chorizos, salchichones, tocino,...la lista es larga ya que del cerdo se aprovecha todo.   
   El hecho de que muriera un cerdo, ya cebado, antes de la matanza, era una auténtica desgracia para sus dueños pues, además de la infinidad de horas de trabajo que había que dedicarle durante su crianza, suponía una importante pérdida económica.
   Una tragedia de este tipo aconteció a una familia, en un pueblo de nuestra comarca, en la década de 1960; aunque,  afortunadamente,  lo que comenzó siendo una tragedia, terminó en tragicomedia.
   Corrían los últimos días de noviembre, bien avanzado el otoño, y los dos cerdos de nuestros paisanos estaban ya  muy lustrosos, debían andar  entre 17-18 arrobas,  listos para la matanza.  Ésta, habían decidido hacerla por la Purísima (la Constitución no existía aún en nuestro calendario, llegaría en 1978),  y ya sólo faltaban  dos semanas para el evento.
  El ama, todos los días, alimentaba a sus puercos mañana y tarde y, aunque siempre les administraba nutrientes en abundancia, las raciones en esta última etapa de engorde eran especialmente  generosas, con el fin de cebarles lo máximo posible, para que diesen un buen  rendimiento en carne.
   Los marranos son omnívoros, comen de todo,  por tanto su alimentación puede ser todo lo variada que se desee. En las pocilgas se les alimentaba con pienso, complementándose el mismo con  otros productos de la huerta y del campo que variaban según la época: patatas pequeñas que se desechaban para el consumo humano,  remolachas, fruta que no estaba en condiciones optimas…   Si hubiera que utilizar tres palabras para resumir lo que comen los cerdos serían las siguientes: “Comen de todo”.        Una tarde, a la hora habitual, fue la mujer a echar de comer a sus cerdos y, tras ponerles la correspondiente ración de pienso, añadió como suplemento lo que tenía por allí más a mano, llenando nuevamente la pila donde los puercos comían.  Una hora más tarde, volvió a la cuadra a  echarles agua y despedirse de ellos hasta el día siguiente y, al acercarse a la zahúrda,  antes de alcanzar la puerta, algo llamó su atención.  Los puercos, siempre están dispuestos a engullir todo lo que se les eche; de modo que, cuando alguien va a la pocilga, se acercan a la puerta, impacientes, gruñendo ruidosamente, pues creen que les llevan algo para comer; mas, en esta ocasión, había un silencio poco habitual en la cuadra, algo que extrañó mucho al ama.
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  Cuando ésta se asomó a la porqueriza, se llevó un susto morrocotudo: ambos cerdos estaban inmóviles, tumbados en el suelo, y al ver a la dueña ni se inmutaron.  
    Uno de ellos, con gran esfuerzo, logró incorporarse y entonces la mujer suspiró aliviada - al menos, no están muertos, pensó ella-,  pero el consuelo duró poco; apenas logró el cerdo ponerse en pie, se tambaleó y cayó aparatosamente al suelo, permaneciendo allí tirado con el compañero.
   Esto sí que intranquilizó a la dueña de los cochinos.  Por su cabeza cruzaban pensamientos poco tranquilizadores: Los cerdos tienen alguna enfermedad,  y debe ser grave pues no se tienen en pie. Ocho meses alimentándolos mañana y tarde,  y a dos semanas de la matanza, cuando  ya están totalmente desarrollados, con buenas arrobas de carne encima, se han puesto malos. - esto pensaba la señora, sobrecogida por la desazón - 
  Con lágrimas en los ojos,  por la rabia contenida,  fue a ver al marido a comunicarle la mala nueva. Éste,  cuando vio la cara de la esposa, adivinó que algo serio ocurría y se alarmó.  
-      ¿Qué ocurre?
-      Los marranos, contestó ella. Están muy malos. Ni gruñen, ni bullen. Están en el suelo tirados  y no pueden con su alma (es muy discutible que los cerdos tengan alma, pero es así como se expresó la mujer).
Al escuchar el marido, las explicaciones de la esposa, se alarmó mucho. El hecho de que pudieran morir los cerdos, ya totalmente cebados, a escasas fechas la matanza,  era algo muy grave. Ambos se acercaron rápidamente a la cuadra y allí pudieron ver cómo los dos puercos seguían tumbados  en el suelo, tal como los había dejado el ama.  Al verles, el mismo cerdo que anteriormente había logrado ponerse en pie hizo un esfuerzo sobrehumano (la verdad es que si son puercos, los esfuerzos no pueden ser sobrehumanos,  pero estos cerdos se parecían mucho a los humanos, como luego veremos) y volvió a incorporarse. Se mantuvo sobre sus patas unos segundos, intentó dar un paso, se tambaleó y, tal como sucediera anteriormente,  cayó  al suelo ante los asustados ojos de  sus dueños.
-      ¡Están muy mal!, exclamó preocupado el marido. Y el otro ni se menea. Habrá que avisar al veterinario. Si no los puede curar y mueren, al menos que nos diga si podemos aprovechar la carne.
-      ¡Mira, si se mueren no vamos a aprovechar nada! , respondió enfadada la mujer ¿Y si nos ponemos malos nosotros, por comerla?
Tienes razón, contestó el marido que miraba apesadumbrado a los cerdos. Entonces, observó que en la pila de granito, donde éstos comían habitualmente, había restos de  borras.   
-      ¡Oye! ¿que les has echado a los cerdos esta tarde?
-      El pienso de todos los días y después unas borras.  Ayer les di unas pocas, vi que se las comían bien y hoy, después del pienso, les he puesto más.
-      ¿Le echaste muchas?
-       Pues les llené la pila y se las comieron muy bien. ¡Ay, Dios mío!, exclamo la esposa, a ver si va a ser eso, que estaban  malas y encima los he envenenado yo
    El marido al oír las palabras de la esposa suspiró aliviado.
-      Entonces es eso, mujer. A los cerdos no les pasa nada
-      ¿Cómo que no les pasa nada?, protestó ella ¡Pero no ves lo malos que están!
-      Creo que los has emborrachado, afirmó el hombre. Eso lo que les pasa.
-      Es imposible, respondió ella ¿Cómo van a estar borrachos unos cerdos?  Pero si solo han comido unos pellejos de uva. Estarían malas y por eso se han puesto así.
 -  Están borrachos, te lo digo yo, respondió el marido muy convencido, y las borras estaban bien no te preocupes. Lo que ocurre es que tienen mucho alcohol y si encima dices que han comido muchas… ¿No ves que con ellas se hace el aguardiente?  Los marranos se han cogido una buena curda y por eso no se tienen en pié.  Les pasa lo mismo que a las personas cuando se “les va la mano” con el vino. Ellos no se van a poner a cantar, claro está, pero tienen que dormirla. Verás cómo mañana están bien… con resaca, eso sí, pero serenos.
   El hombre estaba plenamente convencido de su diagnóstico, y la sonrisa había vuelto a su cara. La mujer, en cambio, no estaba muy conforme con la conclusión a la que había llegado el marido.  Aunque si éste afirmaba que los cerdos estaban borrachos, quizá tuviera razón; al fin y al cabo, ella no entendía de borracheras y él sí  (Descartes decía que la Razón es el bien más abundante del mundo, pues todos creemos tenerla siempre de nuestra parte. Ella, en esta ocasión, deseó  que la razón estuviera de parte del marido)  
   Decidieron no llamar al veterinario y esperar a la mañana siguiente a ver qué pasaba.
   La esposa, preocupada por sus cerdos, pasó mala noche. Tardó en conciliar el sueño y, cuando lo consiguió, éste duró poco. Se despertó infinidad de veces,  dio múltiples vueltas en la cama,  y a las cinco de la mañana estaba totalmente despierta.  Como aún era noche cerrada no era cuestión de levantarse; así que aburrida, sin saber qué hacer,  se dedicó a rezar a San Antonio (pensaba que al ser el patrón de los animales, algo podría hacer por sus cerdos enfermos.  Por otra parte, si sólo era una borrachera y éstos no precisaban la ayuda del Santo, mejor que mejor). El marido, en cambio, durmió plácidamente durante toda la noche, convencido de su diagnóstico.
   Por la mañana, ambos cónyuges se levantaron temprano y se acercaron intrigados a la cuadra, a ver cómo seguían sus cerdos y comprobar si, efectivamente, eran unos simples “porcus ebrius” que  habían estado de borrachera,  o se trataba de algo mucho peor.
   Antes de llegar a la puerta de la pocilga, los marranos los sintieron y, como pensaban que ya les iban a llevar la ración matutina de alimento,  se pusieron a gruñir fuertemente, ante el alivio de los dueños.

Ambos, se miraron entre sí, muy contentos, y dijeron a la par: - Ha sido una borrachera.